Demócrito de Abdera
Podríamos referirnos al vacío como el espacio carente de contenido con límites definidos. Para que exista el vacío no es necesaria la ausencia de materia en términos estrictos, sino la ausencia de lo que se esperaría que ocupara su lugar. Basta echar mano del carácter ontológico que adquiere el vacío para comprobarlo. Al menos en el quehacer territorial, ésta se antoja como la premisa fundamental en el desarrollo y gestión urbana de nuestras ciudades. Parecería inevitable involucrar los aspectos sociales y relacionales en el proceso de producción del espacio y más aún con la tan en boga e ineludible responsabilidad social que ha sido bien adoptada por la propiedad privada: principal inversionista en el rescate de los espacios olvidados.
Sin el afán morboso de los despachos arquitectónicos ultra-publicitados y productores de supuestas teorías sobre la ciudad con sobrenombres sofisticados (y en tantas ocasiones soberbios o ridículos) que necesitan ser bautizadas por su abundancia o yuxtaposición, imaginemos en primera cuenta la ciudad como una estructura parecida a una esponja no uniforme: mientras Giandomenico Amendola en su obra La Ciudad Postmoderna refiere la ciudad porosa como un lugar menos rígido y totalitario que en el pasado, más abierto a la experimentación no linear en una sociedad pluricultural, se antoja difícil una exploración similar en los cada vez más numerosos espacios regidos por manuales corporativos de franquicias trasnacionales cuya intención obedece al diseño de experiencias. El espacio público se ha convertido en el laboratorio mercadotécnico por excelencia. La reiteración de dichos patrones es similar al desvanecimiento de la lógica lingüística, la repetición acelerada de la palabra hasta desaparecer su significado.
En la década de los setentas Henri Lefebvre anticipaba la producción del espacio a cargo de una clase hegemónica al referirse al término usado por Gramsci.
“El estudio del espacio ofrece una respuesta según la cual las relaciones sociales de producción cuentan con una existencia social en la medida que tengan una existencia espacial; se proyectan a sí mismas en el espacio inscribiéndose en éste y, en el proceso, producen ese mismo espacio. Si fallaran a esta condición, aquellas relaciones permanecerían en la esfera de la ‘pura’ abstracción – es decir, en el campo de las representaciones y por ende de las ideologías: del reino de los verbalismos, palabrería y vocablos vacíos”.
Ya sea por apadrinamientos políticos, desde siempre existentes, o por la necesidad personal de trascendencia, íconos de la arquitectura han apostado por la catalogación del habitante, en consecuencia destinándolo a un confinamiento absoluto; la máquina racional cosmopolita de Le Corbusier o el obrero dignificado de Mario Pani. Para que este último pudiera cobrar vida, se presenta la necesidad de ‘vaciar’ Real de Santiago (lugar que algunos compararon en su momento con el bosque de Chapultepec) para dar paso al complejo Tlatelolco.
A cuarenta años de distancia y después de madurar las condiciones necesarias: negligencia de inmuebles con alto valor histórico después y antes del sismo de 1985, falta de efectivas políticas públicas para la generación de empleos y por ende, tolerancia y patrocinio de comerciantes informales en la vía pública a cambio de favores electorales y la indiferencia (incluso consentimiento) hacia una fuerte presencia delictiva en la zona, el barrio bravo de Tepito representa desde las últimas cinco décadas un vacío altamente rentable de igual medida para el Gobierno de la Ciudad que para los desarrolladores y empresas comprometidas con el quehacer cultural y bienestar social del país. La esponja irregular, en lugar de captar y conservar el carácter de sus habitantes actuales, obstruye sus espacios —alguna vez receptores— con un jabón denso, y se transforma en esas áreas en superficie sólida y compacta, abierta únicamente al flaneur nacional o internacional, producto de la gentrificación paciente; una zona blindada y resistente a la especulación inmobiliaria, que incrementa el valor de su suelo.
Una vez, zona de casonas en las que migrantes de todo el país atendieron las necesidades productivas de la región a manera de gremios y que de a poco fueron expulsados al proliferar la fayuca, después venta de artículos de importación (de procedencia mayormente china) o ilegales, ahora reconocen el estigma que representa ser tepiteño. Nuevamente se presenta el desplazamiento obligado para dar paso a otro orden de vacío. Las personas que así lo decidieron o no pudieron participar de la labor productiva, recurrieron a la fayuca, que según el sociólogo y politólogo Valeriano Ramírez Medina, se presenta en Tepito cuando algunos de los habitantes se trasladan hacia colonias tales como Chapultepec Heights para comprar los bienes que las familias acomodadas consideran como desecho para después venderlos en el barrio bravo.
Desechar implica el desplazamiento del contenido ya no útil para su reemplazo; saber que algo debe ser vaciado y que adquirirá la cualidad de inexistente, ausente; la negación del ser.
Tal vez Kundera sea el escritor que haya abordado el término kitsch de la forma más abierta posible. Califica el kitsch como el ideal estético del acuerdo categórico con el ser, en que el excremento (o desechos) es negado: “Antes de que seamos olvidados, seremos convertidos en kitsch. El kitsch es una estación entre el ser y el olvido.”
La obra del fotógrafo y artista Richard Moszka, Un año de basura, documenta el adiós paulatino a una persona amada (que debido a una enfermedad se encamina a su deceso) por medio de una serie de impresiones fotográficas donde se captura el momento anterior al vaciado de su bote de basura, una vez que llega a su máxima capacidad. En estos registros visuales no sólo se encuentran los restos de lo que ya no es, sino la afirmación de lo que contribuyó a ser.
A su vez el territorio de Ciudad Nezahualcóyotl, al este del Valle de México, sustentó a muchos trabajadores por medio de sus desechos sólidos. Con una vocación comerciante, y después de haber enfrentado el vacío legal que existía en la comercialización de lotes para uso habitacional sin servicios urbanos elementales desde antes de 1940 hasta la década de los setenta, los habitantes de Ciudad Neza realizaron la urbanización paulatina de la zona convirtiendo un área lodosa en un polo comercial de la región oriente. Hombres montados en mulas y en automotores en el mejor de los casos, se desplazaban por una de las retículas más regulares de la Zona Metropolitana para recoger los desperdicios de la población y desplazarlos hasta el tiradero abierto del Bordo de Xochiaca, un lugar que se antoja igualmente posible al descrito en 1963 por la cinta de Ismael Rodríguez Ruelas, El hombre de papel, donde los no existentes vivían entre lo negado, lo ya inexistente. Este mismo lugar sirvió de inspiración para otra obra igualmente imaginativa, Ciudad Jardín Bicentenario que se proyecta como un complejo deportivo privado, una universidad privada y dos más gestionadas por el Estado; el desplazamiento se hace presente una vez más ya que el proyecto es financiado por las empresas más lucrativas en materia de salud, alimentos y comunicaciones del área metropolitana y debido a que se trataba de la última propiedad federal existente en el municipio.
No obstante, las proyecciones municipales apuntan a un fenómeno de despoblamiento gradual de poco más de 30,000 unidades de vivienda en los próximos 25 años en un municipio con más del 70% de propiedad privada (antes de ser vendido el Bordo de Xochiaca). Esto hace probable la recomposición en pequeña escala del municipio según las demandas de los habitantes: El espacio social; la estructura a manera de esponja capaz de contraerse y expandirse para captar los usos a través del tiempo.
El nihilismo de las propuestas arquitectónicas y de uso por parte de los profesionistas, aunado a los impedimentos presupuestarios de los gobiernos locales, representan el éxito de los agentes inmobiliarios y del ahora tan recurrido render o cgi. Es posible que la fascinación por el dibujo fantástico de una ciudad cosmopolita, instantánea, vacía, radique en gran medida en la ruptura. La negación del pasado y del presente.
Sin importar la precariedad de las condiciones existentes, se recurre a la garantía optimista de las segundas oportunidades perpetuadas, la promesa de más discordancia territorial y de la permanente disonancia que ofrece lo exclusivo, lo efímero, lo bello. El espacio está listo para habitarse. El vacío se ha hecho.
* * *
Este texto fue publicado en Revista [Espacio]: Arte Contemporáneo, en el tomo 6 Vacío, Editorial Diamantina.