Hace unos días leí una colaboración del crítico de arte e historiador Sven Lütticken para la Mousse Magazine que destacaba algunos puntos sobre la pereza y su potencial simbólico. Mediante un recuento cronológico, hacía evidente la vigencia de las figuras económicas y de pensamiento que vienen acompañándonos por más de un siglo. Desde ese entonces, es probable que el tiempo liberado sea una de las metas más codiciadas por el trabajador, ya que supone disfrutar jornadas reducidas, poder realizar otro tipo de tareas o ‘des-mecanizar’ varias de ellas para permitir —ya no el reposo y la recreación—, sino el razonamiento del día a día; poder pasar del automatismo a la autonomía –poder estar verdaderamente presente.
El texto de Lütticken subraya una realidad asfixiante basándose en el ensayo «El Derecho a la Pereza» escrito por Paul Lafargue: el buen ciudadano está obligado a trabajar en demasía y a consumir aún más, preferiblemente con el dinero que no tiene, ya que en una economía basada en el crédito, el consumo es un deber –la circulación se ha vuelto imperativa.
Hablar sobre la prisa por producir y consumir, exige reconocer que en muchos campos de nuestra vida estamos rebasados por una serie de acontecimientos que provienen de una agenda establecida; o de varias agendas, para ser precisos.
Disponer del tiempo justo para analizar estos acontecimientos, su repercusión en nuestros círculos y posibles resoluciones, se antoja como un lujo del que disponen solamente algunos; aquellos quienes han decidido seguir participando de esas agendas, pero bajo ciertos términos. Aquí conviene señalar lo que Boaventura de Sousa Santos describe como la política regenerativa: transitar con un pie dentro del sistema y otro pie fuera de éste.
Por lo anterior, ¿sería acertado considerar nuestra capacidad de adaptación como una de las principales causas para aceptar sin mucho reparo la participación que tenemos en aquellas acciones sistemáticas y aceleradas que contribuyen con el status quo y que alimentan el poder institucional-corporativo?
Buena parte de los clichés que acompañan nuestro quehacer diario encuentran su origen en las instituciones; dentro de nuestras rutinas somos agentes para su difusión, pocas veces cuestionándolos, otras tantas avalándolos y nutriendo sus efectos en nuestra idiosincracia. Aún en el tiempo de ocio, hacemos eco a estos referentes ante nuestra incapacidad por encontrar otras vías probables. ¿Es entonces posible que un factor de cambio a nuestro alcance para frenar la prisa, sea resignificar la imagen mediante su cuestionamiento?
Como diseñador industrial, no me es extraño que las empresas soliciten el desarrollo de productos que refuercen figuras estereotípicas, ni la paradoja que representa ofrecer junto con ellos mecanismos para su personalización. Se trata de una contradicción semiótica impuesta por el marketing contemporáneo; una invitación a apropiarnos velozmente de lo genérico a través de su uso y acatando ciertas reglas de control. Así es como nos incorporamos al engranaje institucional: produciendo a través del consumo.
Al asumir nuestro rol como ‘prosumidores’ intentamos reclamar una imagen para demostrar que experimentamos algo –ejercemos la apropiación con la finalidad de contar con un documento probatorio.
Por esto recordé un video del artista chileno Nicolás Rupcich titulado «ML» que bien podría resumir la práctica de apropiación que un espectador realiza ante la consagración institucional, en este caso, la del museo y de los personajes que exhibe.
Para esta pieza, Rupcich captura minuto y medio de una compulsiva producción de imágenes en la Sala de Los Estados en el Museo del Louvre.
Ayudados de sus dispositivos fotográficos, los numerosos visitantes realizan tomas torpes y accidentadas de los muros del espacio museístico con la intención de saberse –o suponerse– presentes. Rupcich entonces elimina todas las obras de la sala digitalmente mediante la post-producción del video para mostrar decenas de personas fotografiando el vacío –la prisa se ha encargado de anular la experiencia con el fin de poseer la imagen.
Por otro lado, es con el acceso a equipos portátiles y económicos para la reproducción fotográfica y a las redes sociales en internet, que las imágenes adquieren una cualidad especulativa en su sentido más amplio: se trata no sólo de información visual que posee cierto enfoque, que la hace desde su origen un elemento de comunicación subjetivo, sino que también es usada como moneda al recibir un determinado valor por medio del obsequio de ‘likes’ y ‘favs’ o desprovista de éste mediante la indiferencia.
Esta divisa es intercambiada a través de correos electrónicos, videos de YouTube, blogs y memes o gifs en Tumblr. Y es quizá este último medio a través del cual tantas imágenes buscan una mayor empatía con repetidas visitas a la vida cotidiana, exponenciando el absurdo, la resignificación del objeto y la situación. Aquí el snapchat se convierte en un instrumento que pareciera otorgar a lo banal cierta trascendencia, pequeña e ilógica, pero que detona significados inesperados. Es en el mejor de los casos, que estos documentos nos ayudan a hacer patente nuestra presencia, quizá incluso, nuestra existencia.
¿Podríamos entonces pensar en esta saturación irregular y caótica como un activo social en lugar de un fenómeno incontrolado y poco deseable?
Si bien existe una justificada preocupación estética y filosófica por el volumen en la producción y el ritmo con el que se distribuyen las imágenes, es factible que estemos frente a una oportunidad, señalada hasta el cansancio, para afinar nuestra lectura y explorar otras formas no excluyentes de compartirla.
Es tal vez, por medio de nuevos soportes como esta pequeña publicación de Transversales, que se pueda circular la experiencia de un modo diferente. Otra vía por la que traducciones de una mayor o menor erudición, pero decididamente realizadas con menos premura, sirvan para provocar en sus colaboradores y lectores la observación de lo obvio –de lo que se da por hecho. Quizá con esto sea posible provocar presencias; ofrecer una utilidad social vigente, cualquiera que ésta sea.
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Texto publicado en la segunda serie de Ediciones Transversales, proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes 2015.